EL GANSO DE LOS HUEVOS DE ORO

 Todos los días, antes de comer, Tolín, el hermano pequeño de una familia de mercaderes, se sentaba en la fuente de la plaza del pueblo a observar detenidamente cada movimiento que sucedía en aquel lugar.

Le encantaba ver al panadero amasando el pan y los bollos, el olor le abría el apetito; después, se fijaba detenidamente en el relojero que apretaba las tuercas de los relojes con sumo cuidado.


Al cabo de un rato, llegaba el frutero que traía un cesto lleno de grandes frutas de hermosos colores y, a lo lejos, se escuchaban las campanas de la iglesia repicar con mucha elegancia.

Tolín esperaba y esperaba todos los días en aquella fuente a que de una estrecha calle, donde se colgaban las telas del sastre, saliera muy despacito un bonito carruaje tirado por dos caballos.

A Tolín le gustaba el carruaje con todo sus adornados de oro, también le gustaba el sedoso pelo de los caballos e, incluso, le animaba escuchar como los cascos de estos resonaban contra las piedras que asfaltaban la plaza. De todas formas, la verdadera razón de que Tolín se encontrase allí sentado era que en ese carruaje iba la hija del rey. Una hermosa mujer joven de pelo rizado y rojas mejillas que, debido a un malvado encantamiento de una bruja que atemorizó al reino hacía ya mucho tiempo, había perdido la sonrisa.

El rey, muy angustiado por su hija, la paseaba por el pueblo esperando que las alegres gentes del lugar, los colores y aromas del mercado o algún niño jugando al escondite fueran, sin quererlo, los que rompieran aquel hechizo. Sin embargo, pasaban los años y la princesa, aunque día tras día salía a pasear en su carruaje, volvía igual de triste al castillo.

Definitivamente Tolín estaba enamorado de la princesa, pero no se atrevía si quiera a bajar de la fuente cuando ella atravesaba la plaza. Solo la miraba detenidamente y dejaba que la carreta fuera haciéndose pequeña en el horizonte.

Tolín, era el hermano pequeño, pero además era muy delgaducho y apenas podía levantar una cesta para colocarla en la caravana en la que su familia recorría los pueblos del reino vendiendo objetos de valor. Hacía siglos que su familia se dedicaba a este ambulante oficio y todos sabían que para ser mercader había que tener mucha fuerza, pues era necesaria para cargar con toda la mercancía y también para manejar los caballos. Además, su familia pasaba días enteros de viaje cuando iban a las plazas de los mercados a vender y a Tolín le aburría enormemente viajar a las plazas de otros pueblos, solo le gustaba la suya, solo la suya tenía ese carruaje…

En una de estas visitas, se dejó embaucar por el olorcillo que salía de la pastelería. Como todavía faltaban unas horas hasta poder ver el carruaje, compró un delicioso pastel y lo envolvió en una tela para comérselo después.

Cuando regresó a sentarse en la fuente, un anciano se encontraba adormilado en el mismo sitio en el que él se colocaba todos los días. Bajo un desgastado sombrero de cuero gris, se podía ver como los pelillos de la gran barba del anciano se movían de un lado a otro al ritmo de sus ronquidos.


Con aquel hombre durmiendo en su sitio, Tolín decidió sentarse unos metros más arriba y esperar a la princesa.

Pasadas unas horas y con el carruaje alejándose en dirección al castillo, Tolín abrió su cesta y sacó el pastel. Se disponía a dar el primer bocado, cuando el anciano dio un salto y se colocó justo frente a él, se inclinó levemente, se relamió los labios y le dijo a Tolín que si podía probar aquel delicioso pastel.

Sin dudarlo, Tolín partió el pastel en dos trozos y le dio uno al anciano que lo comió dando grandes bocados. Mientras se relamía los restos de azúcar que quedaban en sus dedos, le dijo:

– Soy un viajero que, desde niño, me dedico a recorrer los pueblos de aquí para allá y, aunque no tengo nada que darte para agradecer que compartieras tu pastel, me gustaría pedirte un favor más.

Tolín se puso de pie y se ofreció a ayudar al anciano sin pedir más explicaciones previas. El hombre le llevó a lo más profundo del bosque y le señaló un árbol.

– Este árbol da la madera más resistente del mundo. Jamás hubo hacha que pudiera penetrar en él. Dentro de su tronco se esconde mi regalo para ti- dijo el anciano y, como absorbido por el aire, se marchó muy deprisa entre las ramas y los arbustos.

Tolín, extrañado, ató un trozo de tela en el árbol y se marchó a su casa para buscar un hacha.

Cuando llegó, sus padres y su hermano estaban descargando los trastos que traían de su viaje. Tolín les contó su historia y estos se rieron porque creían que el anciano se había burlado de él.

Muy enfadado, Tolín quiso demostrar a su familia que la historia no era para nada un engaño, pero sabía que sus brazos no serían capaces de hacer si quiera un rasguño en la corteza de ese árbol. Así que pensó: “Mi hermano lo talará por mí”.

Tolón, el hermano mayor de Tolín, mucho más grande y corpulento que él, era famoso en el pueblo por ser el hombre más fuerte del lugar. En una ocasión, tiró un gran árbol de tan solo un cabezazo y también podía levantar una vaca con una sola mano. Aunque era muy fuerte, Tolón era un poco bobo y se dejaba engatusar muy a menudo con apuestas para demostrar su hombría.

Tolín le dijo que el árbol del que hablaba el anciano, no se había podido talar jamás porque era una especie tan robusta que ni un elefante conseguiría echarlo abajo y que, por tanto, no había hombre en la tierra capaz de talarlo.


Tolón no dijo nada, buscó entre la enorme cantidad de bultos que había en la carreta una buena hacha y agarró a su hermano de la camisa para que le llevará al bosque.

Cuando llegaron al árbol era casi de noche, Tolón dio un fuerte golpe con el hacha y está resbaló. Así que muy enfadado encendió un farolillo y dijo:

– Este árbol lo talo yo como que me llamo Tolón. Cuando se vean los primeros rayos de sol por aquella montaña, ya lo tendré hecho leña.

Tolín se quedó dormido escuchando los golpes que su hermano propinaba a la corteza una y otra vez sin cesar un solo instante.

Cuando despertó, el árbol seguía erguido sin un solo rasguño y su hermano se había quedado dormido.

Tolín se acercó al árbol, puso una mano sobre la corteza y se inclinó para alcanzar el trozo de tela mientras refunfuñando se decía: “Tenían razón, ese anciano me tomó el pelo”.

Cuando estaba casi rozando la tela con la punta de sus dedos, se escuchó un fuerte crujido que hizo que su hermano se pusiera de pie del susto.

El árbol se inclinó poco a poco hasta que se partió y su gran tronco se despedazó en grandes ramas. Ninguno de los dos podía creer lo que veía: ¡aquel enorme tronco había caído como si fuera un trocito de madera y era Tolín el que lo había conseguido!

Tolón, muy avergonzado por haber sido incapaz de tirar aquel árbol, agarró su hacha y se marchó a su casa. Por su parte, Tolín se había quedado inmóvil frente a lo que quedaba de árbol. Una vez que su hermano estuvo lejos, del interior del tronco se escuchó un extraño ruido…

Tolín se encaramó a la corteza y un rayo de luz iluminó su cara. Dentro de aquel recoveco había un curioso animal, parecido a una gallina pero mucho más grande y con un plumaje que jamás había visto… Era un ganso. ¡Un ganso de oro!

Tolín se dio cuenta de que aquel era el regalo del hombre y descendió por el interior de la corteza hasta donde se encontraba aquel ave tan peculiar. El ganso, al ver que se acercaba Tolín, aleteó dos veces y se puso de pie, dejando ver un brillante huevo dorado que guardaba entre sus patas.

Tolín cogió el huevo y salió corriendo de allí, pero el ave le persiguió hasta que Tolín se detuvo fatigado tras unas rocas. Entonces, el ave aleteó dos veces y, con un ruido muy agudo, echó otro huevo dorado que rodó por el suelo.


Tolin estaba muy contento, pues había encontrado el objeto más valioso del mundo: ¡un ave que ponía huevos de oro! Si tenía paciencia, podría venderlos y hacer que sus padres y su hermano no tuvieran que trabajar tan duro.

Cuando estaba llegando a su casa, Tolín no podía aguantar la emoción. Abrió de una patada la puerta y les contó lo que tenía a sus padres, los cuales se echaron a reír de inmediato. Al ver su incredulidad, Tolín dejó escapar una sonrisa, sacó de un bolsillo uno de los huevos de oro y lo puso sobre la mesa. El resplandor dejó asombrados a sus padres y a su hermano, enseguida vieron el negocio que el ganso les iba a proporcionar.

Esa misma noche, Tolín recordó que aquel día no había estado en la fuente de la plaza; así que pensó que, al amanecer, llevaría el ave para que todo el mundo pudiera verla y que, al pasar el carruaje de la princesa, se pondría en medio haciéndolo parar. D esta forma, cuando ella se asomase extrañada, Tolin podría observarla durante unos instantes más de cerca. Solo con imaginarlo se sentía feliz y esa agradable sensación le ayudó a quedarse dormido.

Al día siguiente, se despertó muy temprano, tan temprano que sus padres todavía estaban dormidos, bajó las escaleras muy despacito para no despertarles e ir a la cocina para coger el ganso de oro. Su sorpresa fue que el ave no estaba, pero sí había un par de huevos más en un cesto.

Extrañado, Tolín buscó por toda la casa, pero el animal no aparecía. Cuando salió a la parte exterior, escuchó unos ruidos que venían de la habitación de su hermano.

Tolín subió las escaleras muy deprisa y entró en la habitación. Allí estaba su hermano que tenía el ganso atado panza arriba en una tabla, mientras afilaba muy lentamente su hacha.

Tolín le preguntó muy enfadado a su hermano qué intención tenía y este le dijo:

– ¿Te crees muy listo por haber encontrado este ganso? ¿Crees que nos sirve de algo que ponga un par de huevos al día? ¡Yo haré que seamos ricos antes de la comida! Abriré sus tripas y sacaré todos los huevos.

Tolín, de un salto, se puso delante de su hermano, cogió la tabla donde estaba el animal y salió corriendo con mucha prisa para que su hermano no le alcanzase.

Estuvo varias horas corriendo hacia ningún lado en concreto, cuando recordó que debía ir a ver a su princesa. Así que metió el ave dentro de su chaqueta y se la ató a la espalda, mientras andaba presuroso en dirección a la plaza.

Cuando llegó, su asiento estaba iluminado por el sol de la mañana. La piedra estaba calentita, se sentó y colocó al ave a su lado, recostó la cabeza sobre la panza del animal y se dedicó a observar a los viandantes.


Entre el vaivén de personas, los olores tan gustosos que perfumaban el ambiente, el sonido del agua que resbalaba por las piedras de la fuente y el cansancio por haber estado corriendo toda la mañana, Tolín se quedó dormido.

Un golpe que una mujer dio al cerrar una puerta despertó a Tolín. El muchacho miró el reloj y comprobó que faltaban diez minutos para que el carruaje de la princesa entrase por la calle de enfrente. Así que se puso de pie y cuando el ave se levantó, varios huevos de oro que tenía bajo su tripa echaron a rodar por las escaleras empedradas de la calle central.

Tolín escondió el ave como pudo e intentó perseguir los huevos cuesta abajo, pero ya era demasiado tarde. Los habitantes del pueblo, asombrados por los brillantes objetos, se habían abalanzado sobre ellos. Algunos se habían guardado un huevo, otros los mordían para saber si eran de oro auténtico, otros se colocaban un huevo sobre el sombrero e, incluso, había un grupo de niños que jugaban con un huevo dorado como si de una pelota se tratase.

Entonces, Tolín quiso pasar desapercibido y metió la mano en su chaqueta para coger un huevo con tal torpeza que el ave se resbaló y se puso de pie sobre una caja de tomates. Todos los hombres y mujeres que se encontraban en aquella calle, vieron la escena y los que no habían podido quedarse con un huevo de los que habían rodado por la calle hacía unos instantes echaron a correr tras el ganso que salió despavorido dando gritos calle arriba. Detrás de él, iba Tolín que intentaba cogerle para que ningún malintencionado le abriese la tripa a su ave, pero detrás de él corría todo el pueblo para coger algún brillante huevo.

En esto que, cuando se aproximaban a la plaza, el carruaje estaba entrando por una de sus calles. El ganso empezó a dar vueltas a la fuente seguido de Tolín y el resto de sus perseguidores. A su vez, la princesa se asomó por una de las ventanas del carro.

Al verla, Tolín se detuvo a mirarla y el hombre más gordo de los que perseguía el ganso se lanzó sobre él para intentar atraparlo. El ave le esquivó con soltura y este fue a parar de narices a la fuente. En ese instante, Tolín reaccionó y cogió como pudo al animal, subió a la fuente y detrás de él, todos los demás. Hasta que el hijo del herrero puso su mano sobre el plumaje del animal y se quedó pegado sin poder soltarse.

Ante semejante escena, el carruaje se detuvo y la princesa se bajó para inspeccionar lo que sucedía.

En esto que la tabernera agarró del hombro al hijo del herrero y se quedó también pegada a él. Otro muchacho que iba detrás de la mujer chocó con sus grandes piernas y, al instante, se quedó enganchado a ella.


Tolín, que no sabía qué hacer, dio un tirón muy fuerte haciendo que los tres se sumergirán en la fuente de cabeza, creando un gran salpicón que llegó a los pies de la princesa . Esta se vio empapada sin saber cómo.

Cuando los habitantes se percataron de lo sucedido, se separaron y el silencio se hizo en la plaza: no había nadie que no mirase atentamente a la princesa, la cual intentaba secar sus ropas mientras se descalzaba. Después, se subió a la fuente y, ante el asombro de todo el mundo, se tiró dentro de ella dando un gran salpicón que mojó a todos los que allí se encontraban.

Tolín, enrojecido al ver tan de cerca a la princesa, soltó una leve carcajada mientras está salía del agua.

Todos los habitantes estaban muy quietos mirando con gran asombro a la princesa que se levantó frente a Tolín y, secándose el agua de la cara, dio una carcajada tan grande que contagió al resto de los que estaban en la fuente. Al rato, todo el pueblo estaba riéndose a carcajada limpia.

En esto que el ave se soltó de los brazos de Tolín y echó a correr en dirección al bosque, pero no hubo ningún perseguidor: todos seguían partiéndose de risa, cierto es que sin saber muy bien la razón.

Este hecho tan extraño fue conocido por el rey que, muy agradecido, quiso conocer al hombre que había conseguido curar a su hija.

Tolín, que había sacado un dinero vendiendo los huevos de oro que había guardado en su casa, había colocado un puestecito de pasteles al lado de la fuente de la plaza. Una mañana mientras preparaba un delicioso pastel de frambuesa, se presentó el rey con su hija para agradecerle que hubiera conseguido hacerla reír después de tanto tiempo.

Este se puso tan nervioso que solo pudo ofrecerles un trozo de pastel según intentaba balbucear alguna palabra de agradecimiento. Iba a darles el dulce, cuando tropezó con un saco de azúcar y fue a parar de cara contra un barreño lleno de harina. A la princesa le hizo tanta gracia ver a Tolín lleno de harina que, sin darse cuenta, se enamoró de él y pasado un tiempo se casaron y vivieron felices en el castillo.

Nada más se supo del ganso de oro; pero para que todos se acordasen del día en que la princesa se curó de su hechizo, desde entonces, la fuente luce en su parte más alta uno de los huevos de oro que aquel día rodó por las calles del reino.






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