LA CAÑA DE BAMBÚ
Hace muchos años, en la India, vivía un rey ya mayor que veía que su vida se acercaba a su fin.
Un día, mandó llamar a su consejero espiritual, pues era un hombre sabio y noble en quien confiaba.
– Siéntate, querido amigo. He pedido que vengas porque quiero pedirte un último deseo. Las canas cubren mi cabeza y apenas me quedan fuerzas para dirigir este reino.
– Hable, señor, sabe que puede contar conmigo para lo que sea.
El rey se agachó y cogió una caña de bambú que tenía a su lado.
– ¿Ves lo que sostengo en las manos? Quiero que viajes a lo largo y ancho de mi reino y cuando encuentres a la persona más tonta, le entregues esta caña.
– Majestad, la misión que me pide es complicada…
– Lo sé, pero dispones de todo el tiempo que quieras. Confío en tu criterio y sé que sabrás distinguir a esa persona entre los miles de habitantes que pueblan mis territorios.
– Muy bien, señor, haré lo que pueda. Mañana mismo partiré.
El fiel consejero del rey se levantó con las luces del alba y, con la caña de bambú a cuestas, inició un viaje que le llevó a recorrer el reino palmo a palmo. Visitó pequeñas aldeas para charlar con cada uno de los campesinos que trabajaban en el campo, saludó a las buenas gentes del mar en cada pueblo de pescadores al que llegó, y en las grandes ciudades, habló con comerciantes y personas de toda condición, desde el hombre más humilde a los más altos gobernantes de la región. Por mucho que buscó, no encontró a nadie al que pudiera nombrar el más tonto de todos.
Tras varias semanas viajando sin éxito, el consejero decidió que era hora de volver a casa y contarle al rey que no había logrado llevar a cabo el encargo que le había encomendado.
Con cierto temor, se presentó en palacio con la caña de bambú. Le informaron que el monarca se encontraba recluido en su habitación debido a que su salud había empeorado mucho durante los últimos días. El consejero fue a visitarle y, entre la penumbra, distinguió a un rey marchito, muy delgado y que ya casi no podía moverse. El anciano agotaba sus últimas horas de vida. Se sentó en el borde de la cama para estar cerca de él y apretó su pálida y huesuda mano con fuerza. El monarca, con voz quebrada, le habló.
– Amigo mío… Mis días se terminan y me siento muy mal.
– ¿Por qué se siente así, señor?
– ¿Sabes?… Durante toda mi vida he acumulado muchísima riqueza y no quiero irme dejando los tesoros que tengo en este mundo ¡Quiero llevármelo todo conmigo!
El consejero no dijo nada. Sólo le miró y le entregó la caña de bambú.
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